Conocí la vocal A en el sonido de tus labios.
La escuché en la ciudad de oro con toda y su fiebre.
-Huíamos de ella-
La que me hacía convulsionar de niño,
mientras mis padres le oraban
al ciervo.
No llegaste en un caballo blanco,
Más el blanco te cubría el mundo.
A tus lunas,
A tu sol,
Y a cada uno de los ochenta
mil planetas que guardas en el pecho.
Mi mundo se hizo cenizas con tu fuego.
Se desvaneció en tus ojos cuando el sol yacía en su
lecho,
el epígrafe del instante silenció nuestras voces
Arrullándonos sobre los gigantes cubre avenidas.
Los pisamos.
Aunque sea por un segundo, vencí al Goliat.
Hasta que la tec-no-lo-gía interrumpió las confesiones
Los por qué,
Dejando ver claramente,
–Como si hubiésemos obtenido por un momento la caridad de
la visión fuera del sueño-
El hilo dorado que llevas contigo.
Y no, no hablo del hilo invisible que nos une,
-yo ni sé si estamos unidos-
Cómo saberlo, aquí en los infiernos, intentando escalar
por ti
Hermosa rosa.
Rosa ígnea.
Pedí por ti en la vibración encomendada del alma.
Mis sentidos te reconocieron,
Hermosa. Mil veces hermosa.
Radiante como en el sueño.
El mar escuchó lo que no dije.
El mar escuchó la plegaria de mi corazón
Mientras
la luna se burlaba de mí con su sonrisa 360.
No importa, le agradezco a Ella también,
Porque iluminó tu piel, mientras el perfume de tus cabellos me dictaba el
camino.
Cerré mis ojos.
Como lo indica tu espalda
presente.
Blanca. Siempre blanca.
Jugabas con tus cuerpos, delante de mí.
Alcanzable, tan solo a unos metros.
Estatua-Marica-Hombre
Estatua-Hombre
Hombre.
Y si, me descubriste. Mirándote.
Con todo y mis ojos cerrados,
Te vi, te vi mujer.
Mujer primera.
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