lunes, 25 de abril de 2011

El deseo.



He descubierto que te quiero más que antes, mucho más que en esa época no tan lejana, cuando tú compañía era lo único que necesitaba para poder sentir que el mismo universo tenía sentido y, que el sistema solar no era más que un juego de palancas girando siempre en un mismo sitio -petrificados cada planeta luna o estrella-,  con una gravedad constante: invariante, aburrida y pasiva.

 Es tan cierto, aunque lo niegue aún eres mi estro, pues despiertas en mi -mediante recuerdos- la demencia, la cordura, las ganas de morir y renacer en tu cuerpo, el deseo de matarte en mis sueños, de experimentar todas aquellas emociones que hiciste sentir en mi sin hacer uso de tu tacto; tacto tan exquisito y codiciado.


Aquella noche que fue real e imparcial; Noche impregnada de deseo,  noche en la que no participo el tiempo, noche podrida de todo y podrida de nada, aquella noche que aún vive muerta en mis pensamientos, en mis recuerdos, nadando en el pozo de mi cerebro, hundiéndose cada vez más en el, sin atormentarlo ni hacerle ver las cosas como deberían ser, supongo que al igual que la vida, se vistió y forjó en semejanza a lo surreal.

Tú me hiciste en un instante el hombre más rico de este pueblo, me hiciste volar sin tocarme, tan sólo con desearme; poco a poco certifico con entusiasmo que el deseo más real es aquel de acercarse a alguien, pues comienza todo el proceso, nacen cada una de las nuevas reacciones que despertarán la unión ó la desunión de dichos hombres, ese deseo es tan intacto, tan honesto, tan sincero cómo el color blanco de un lienzo.


¿Por qué no pudiste permanecer quieto? Hubiera sido armonía si aquella noche tan anhelada hubiera permanecido inmóvil, estática, inerte y sin deseos de más, pero siempre lo animal que llevamos por dentro puede destruir cualquier sueño, y más si ese animal establece la venganza cómo un deseo.

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